Los
estudios formales en filosofía, especialmente los que existen en la actualidad
en nuestro país, suelen producir, no siempre de manera intencional, un efecto
en aquellos que transitan por las casas de estudio. Como producto de este proceso, se elimina todo pensamiento
crítico/emancipador, al igual que cualquier compromiso político que pueda
existir a la llegada al espacio. Existen casos en los cuales no sucede, pero sólo a través de un esfuerzo permanente
de crítica, hacia los contenidos impartidos y hacia la propia figura del filósofo/profesor, que impide su recepción de forma
pasiva, producto de la educación bancaria que aún impera en esos espacios.
Fruto
del paso por esos espacios, llega a generarse en estos estudiantes, algunos futuros profesores, un
intelectualismo academicista, que conduce a una enajenación
paulatina de la realidad concreta, acompañada de un creciente sentimiento de
superioridad, que va formando la idea de que la filosofía es una especie de
“labor superior del espíritu”, donde se generan habilidades que resultan en una
elevación por encima del resto de la sociedad. Este sentimiento provee a estos
sujetos de la imagen según la cual al filósofo le corresponde un papel especial
superior dentro de la sociedad, sin duda residuo de las concepciones platónicas
que son repetidas una y otra vez. Ojalá fuera del todo cercana a la del
filósofo griego, para que al menos llevara en una responsabilidad con respecto a la República y no el papel de
observador pasivo.
Esta
alienación frente al resto de la sociedad, genera la sensación de estar en un ámbito
“superior”, desde el cual se emiten juicios respecto a los sectores de los
sociales del entorno, con los que aunque quieran no pueden dejar de convivir. El resto de las personas aparecen inferiores intelectualmente, incapacitadas para tomar sus
propias decisiones, por supuesto con un acento especial en los sectores
populares, aún siendo de las clases empobrecidas, este nuevo “intelectual”
considera al pueblo ignorante y a sí mismo miembro de una élite. La sabiduría
es percibida estrictamente referida a un conjunto de factores académicos y
conocimientos, en muchos casos importados. La sabiduría popular adquirida a
través de la experiencia cotidiana, que llega a tener un valor mayor a
cualquier teoría descontextualizada y a-histórica, debe ser objeto de continua
reflexión, pero es descartada.
Desde
esta perspectiva, se produce una visión sobre lo político en la cual el pueblo
surge siempre como una masa que necesita ser educada, adquirir cierto nivel de
consciencia, con la cual pueda ejercer adecuadamente la democracia. Olvidan que
la conciencia se forma desde la experiencia cotidiana, que permite percibir
los problemas inmediatos, para por medio de la formación expandir la visión,
pero no hay conciencia antes de resolver los problemas materiales que aquejan
diariamente. No se produce a través de una especie de iluminación divina, o la llegada de la “razón”, traída por los académicos o intelectuales. Ese
intelectualismo produce que estas personas no se puedan descubrir a sí mismos, desde
su visión elitista, al menos como guías u orientadores, no pueden ser
protagonistas de la sociedad que observan porque se han convertido a sí mismos
en una entidad abstracta.
Finalmente,
convertidos en una especie de deidad intelectual, que no padece en carne propia
los problemas sociales, que no vive ni siente las situaciones experimentadas
por los miembros de esa sociedad, la realidad aparece ajena, lejana, cargada de
una objetividad falsa, supuestamente necesaria para emitir “juicios
verdaderos”. Desde esta perspectiva, resulta imposible contemplar el
desarrollo histórico de las relaciones sociales, que se producen a lo interno
de su “objeto de estudio”, por lo que suelen elaborar teorías y sacar
conclusiones a diestra y siniestra desde el ejercicio de las abstracciones. Son
una especie de verbo que juzga, aquello que criticara Marx en La ideología alemana y Miseria de la filosofía, al referirse a
la intención de imponer ideas a la realidad.
Este
proceso de alienación que llegan a sufrir muchos de los que con aspiraciones emancipatorias
pisan los pasillos de las academias, es producto del conflicto entre dos visiones sobre la
filosofía que han venido enfrentándose a lo largo de su historia, por un lado
el teoricismo abstracto que enajena el sujeto (intelectual) del objeto (la
realidad), haciendo parecer al primero como una persona a cuyo único papel es observar pasivamente lo que sucede “abajo”, en el mundo, mientras se
va sedimentando un pesimismo inmovilizador cuya culminación más acabada es la
misantropía.
Por
otro, se encuentra la filosofía de la praxis, ésta nos ha planteado desde un
comienzo la relación irrestricta que se teje entre ser humano y naturaleza, al
darse el desenvolvimiento de las necesidades vitales crea un mundo, dentro del
cual se modifican las relaciones sociales y los objetos, así como somos
modificados continuamente por ellas, haciendo historia y cultura. El filósofo
que asume una visión de este tipo se sabe protagonista de las relaciones
sociales que busca comprender y transformar, en una dinámica constante de
aprendizaje en función de los cambios que son necesarios, es un actor y no un
observador enajenado.
Una
actitud del primer tipo produce pensador atrapado en un intelectualismo que
urge denunciar, incapaz de verse a sí mismo inmerso dentro de aquello que
continuamente critica como equivocado, atrasado e inconsciente. Genera una
ruptura interna, entre el quehacer intelectual y la vida, porque inevitablemente
tienen que salir a la calle a padecer lo que todo el mundo, quedan atrapados en
una cola o al interior de un vagón de metro sin aire por ejemplo. Por un lado
va el pensamiento, por otro la vida.
Yo llame a este fenómeno "Snobismo académico" y creo que en algún momento toda persona que estudia una carrera universitaria se ve sujeto (o víctima) a esta condición tarde o temprano, el asunto es no dejarse llevar o, más que todo, matener una correspondencia coherente con la realidad social. Aunque no entodos los casos resuelve la condición.
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