El poder no se tiene, ni está localizado en una institución, el poder se
activa. Para lograr esa activación es necesario que se sumen los
fragmentos que cada uno posee pasivamente de ese poder, sea colectiva
(en las pequeñas organizaciones) o individualmente. Esos fragmentos
deben ser ensamblados a través de la articulación de todas las luchas,
para constituir una subjetividad política hegemónica. Esta unidad de las
luchas sólo es posible a partir de la solidaridad como principio
práctico orientador.
Hoy en día, quienes quieren destruir el poder que ha sido activado
gracias a la movilización histórica de los oprimidos y la construcción
hegemónica de una agenda común, que han hecho posible las
transformaciones logradas, inducen y alimentan una profunda crisis
material, complementada por una descomposición ética. En esta
circunstancia, donde los principios son dejados de lado para dar paso a
una especie de nuevo darwinismo social, el tejido social se destruye
aniquilando los lazos que lo constituyen.
Los mecanismos que son utilizados para destruir la vida, afectando
directamente la economía, desde lo macro hasta lo más personal, se
articulan y complementan con un ataque directo hacia los principios que
permiten la constitución del poder, desarticulando la unidad que permite
su activación. Para ello, al ponernos en una situación de crisis
pretenden fortalecer el individualismo, fomentar el egoísmo y aniquilar
la solidaridad.
El caldo de cultivo para el éxito de esa tarea, es la arrogancia que se
ha blindado a través del fortalecimiento del ego. Muchos compañeros y
compañeras en el ascenso a espacios institucionales, sea por vía
electoral o el nombramiento, alimentan su ego y se distancian de los
otros. En el ámbito colectivo, los triunfos consecutivos podrían hacer
pensar a las organizaciones que se encuentran en una posición
privilegiada. A su vez, quienes se han dedicado a acompañar desde el
aporte de ideas, al ser reconocidos, leídos y difundidos, podrían sentir
que son imprescindibles, que su palabra es ley, sea crítica o
complaciente.
Esa arrogancia quiebra el reconocimiento, impide comprender que sólo
juntos constituimos poder, que cada uno es un eslabón, necesario pero
complementario, a la vez que quien ocupa un espacio institucional sólo
lo hace circunstancialmente y al servicio de la revolución. Al negar la
importancia de los otros en la construcción política, se crea un círculo
auto referencial donde los arrogantes son incapaces de verse más que
como víctimas de factores externos, no pueden mirar sus propias
debilidades, los errores y las contradicciones. Alejados cada vez más
van socavando y negando las formas que permitieron el acoplamiento del
que surgió el poder.
Desde esa arrogancia el dirigente político, ahora funcionario
institucionalizado, se cree y siente la sede del poder, piensa que es un
lugar donde llegar o una cosa que se tiene. En tiempos de crisis,
retrocesos y derrotas, si acaso las analiza no las reconoce como tales,
sólo ve amenazas externas o debilidades ajenas. Acusa al pueblo de no
estar a la altura de las circunstancias, de no superar los retos que el
momento histórico ha puesto. Piensa que su trabajo está bien hecho, no
tiene culpas, son otros quienes no han cumplido.
También sucede que, a partir del fortalecimiento de esa arrogancia el
intelectual se siente elevado, convertido en una ser superior que
señala, indica, predica lo que se hizo mal, los errores cometidos. Juzga
a través del teclado, enumera fracasos, hace largas listas con
instrucciones. Siente y exige ser escuchado, para que se cumplan sus
mandamientos. Pero también puede pasar los días señalando lo que está
bien, ocultando fracasos, camuflando contradicciones, atacando la
crítica y acusando a los demás de los errores propios.
Pero no es sólo un asunto de individualidades, en su arrogancia algunas
organizaciones dividen el movimiento, crean nuevas estructuras, para de
una vez por todas hacer la revolución. Construyen agendas programáticas
desde las cuales atacar a otros compañeros, partiendo de la
universalidad de su verdad. Se ven llamados a ser los voceros de todo el
pueblo, el proletariado, los trabajadores. Señalan uno por uno los
errores de la dirigencia, dejando muy claro que con ellos no sucederían y
reclaman para sí la vanguardia de la revolución.
Si no entendemos que sólo la humildad permite reconocernos y sentir la
solidaridad necesaria para unirnos, estamos condenados a ser un
archipiélago de voluntades aisladas. Si permitimos que la arrogancia nos
separe y dejamos de vernos formando parte de una hegemonía, habremos
sufrido una derrota mucho más radical de lo que creemos. Le costó
décadas a la izquierda alcanzar la unidad necesaria para construir la
subjetividad hegemónica que activando el poder pudiera traducirse en
transformaciones revolucionarias. Si nos derrotan en ese escenario y nos
hacen perder el camino avanzado, habrán dado una estocada mortal a
nuestras posibilidades de construir un nuevo modo de vida.
Por todo esto, debemos reafirmar que el poder no lo tenemos individual o
aisladamente, lo hemos activado al unirnos desde la solidaridad
constitutiva de lo común. Cada uno de nosotros por sí solo es una brizna
de paja en el viento. Sólo unidos desde la solidaridad formamos poder,
precisamente por eso todos los instrumentos están orientados a acabar
con esa unidad, con nuestra fuerza. Superemos la arrogancia para
construir colectivamente la política revolucionaria que necesitamos,
reconociendo errores y enfrentando amenazas.
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